Cuando regresé del hospital, no
me atrevía a salir a la calle. Me quedé semanas encerrado en casa, sin poder
dormir por las noches, sin apenas probar bocado en las comidas y hasta llegué a
sustituir las horas de televisión por interminables tardes refugiado en mi
habitación, mirando hacia la ventana. No comprendía esa angustia que sentía, ni
siquiera mi mente era capaz de recordar por qué había pasado largos días en el
hospital, hasta que por fin una tarde decidí salir a pasear.
Mientras me dirigía al parque, esquivando los
bares y restaurantes para evitar la tentación de tomar una copa, pude ver cómo
en tan solo unos segundos un conductor ebrio atropellaba a un pequeño niño que
paseaba por la acera mientras jugaba con su triciclo. Al acudir junto al
pequeño y ver su rostro ensangrentado, un enorme escalofrió recorrió mi cuerpo.
En aquel momento un terrible recuerdo invadió mi mente, y eché
a llorar al darme cuenta de que unas semanas antes había sido yo ese conductor
borracho que atropellaba a una joven chica a la salida del instituto.
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